Hasta hace unos años, la vida de compañeros de piso era patria de estudiantes y gente joven sin ataduras. ‘Compañero de piso’ olía a botellón y cosas pudriéndose en la nevera. Venía implícito en el término un aura de provisionalidad. Tener compañeros de piso era un estadio previo a la madurez, la seriedad y el sentar la cabeza.
Actualmente, ya sea por razones económicas o por una visión distinta de lo que es un hogar, la edad de la gente que comparte casa ha subido. Gran cantidad de treintañeros y cuarentañeros viven en alegre comunidad en pisos de grandes capitales y ciudades de provincias. Pero estas comunidades no son únicamente patrimonio de gente sin hijos. Poco queda ya de aquel matrimonio desavenido que se mantenía “por el bien de los hijos”. Las familias monoparentales han tomado las riendas. Estas nuevas formas de hogar a veces incluyen a miembros externos, creando combinaciones inesperadas que, a pesar de las habituales reticencias sociales, funcionan.
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Entrevistamos a tres madres que conviven con sus hijos y compañeros de piso y esto fue lo que nos contaron.
Bárbara, Bambú, Andrea, Ari y Tom
En las Palmas, en un piso grande, viven Bárbara, Bambú, Andrea, Ari y Tom. Bárbara es trabajadora social en paro, Ari es animadora infantil y tiene una productora musical, Tom está de Erasmus y da clases de inglés, y Ari y Bambú van al colegio.
Bárbara es canaria de nacimiento, aunque ha vivido en varios sitios diferentes. En Francia, hace cuatro años, nació su hijo Bambú. Tras separarse del padre de su hijo, que es francés, Bárbara volvió a Las Palmas con el bebé. Allí, tras vivir un tiempo en casa de sus padres, decidió buscar un piso, y la mejor opción que surgió fue compartirlo con Andrea, conocida del pasado, que también tenía un niño pequeño, Ari, de la misma edad que Bambú. Cada una de ellas duerme en uno de los dormitorios del piso con su hijo, y la habitación extra ha ido cambiando de ocupante. Hace poco ha llegado a ocuparla Tom, un Erasmus galés de 25 años.
Bárbara ve muchos puntos positivos en esta forma de vivir y de criar. “Estuve tres años en Francia con un bebé muy pequeño, y no te voy a negar que hubo momentos en los que me encontraba muy sola”, explica a Broadly. “El padre de Bambú es cocinero y trabajaba mucho. Se habla poco de la soledad de la maternidad, pero lo cierto es que a veces se hace duro estar 24 horas al día con un serecillo que no habla ni se comunica casi”.
En casa de Bárbara y Andrea suelen hacer las comidas juntos, se reparten las tareas, hacen de canguro la una a la otra… Algunas veces, Bárbara y Andrea salen por la noche y el vecino de abajo, también amigo de siempre, se queda cuidando a los niños. Esta convivencia les permite jugar mucho juntos y conocer a un montón de gente.
“Me parece muy importante que tengan muchos referentes de personas distintas, que les aporten distintas maneras de hacer las cosas porque eso se nota en su carácter; son más independientes y más adaptables, quizás, que un niño que se críe en una familia nuclear, que algunas veces tiende a cerrarse un poco hacia el mundo exterior “, explica Bárbara.
Pero tampoco hay que pasar por alto ciertas dificultades que puedan surgir. Según explica, “compartir casa y crianza es un curro importante. De pronto te transformas en una influencia importante para un niño que no es tu hijo. Luego está el tema de que la gente no lo entiende del todo. Parece que si tienes un hijo ya tienes que ser una mujer casada, metida siempre en casa con tu marido. Mi madre, por ejemplo, no comprende nuestro modo de vida. Pero yo no podría haberlo hecho de otra manera”.
Andrea concluye que el balance final de si este tipo de hogar funciona no podrá hacerse hasta dentro de unos años. “Cuando Ari sea mayor ya me contará si acabó harto de convivir con tanta gente o no. Por ahora, veo que su idea de familia es distinta; para él, la familia son todos sus amigos y mis amigos. Cuando le presentamos a los niños a alguien y preguntan si son primos o hermanos les contamos que son compañeros de piso, y se ríen”.
Marta, Margot e Iván
Marta y Margot viven en Barcelona, compartiendo piso con Iván. Marta trabaja en festivales de cine. Margot va al colegio. Iván tiene un grupo de música llamado Don Simón y Telefunken.
Tanto a Margot como a Marta, habiendo probado vivir solas y con gente, les gustan los dos formatos. Marta nos cuenta que “con respecto a la crianza, tiene muchas ventajas. Se me olvida comprar cualquier cosa, y tengo que bajar un momento y no puedo dejar a Margot sola. Tanto Iván como Marc y María, la pareja con la que vivíamos antes, se han quedado haciendo de canguros de Margot algunas noches que yo salía. Y si había épocas en las que yo entraba a trabajar muy temprano, podía delegar el despertar a Margot y darle el desayuno. Si no, habría trabajos que no podría haber aceptado”.
Marta también recalca las ventajas que el compartir tiene con respecto a la ya mencionada ‘soledad de la maternidad’. “Es la primera vez, desde que me separé, siendo Margot pequeñita, que me he sentido cuidada, no solo en el papel de cuidadora perpetua. Llegar a casa de trabajar y que hayan hecho cena y haya también cena para nosotras es otra vida”.
La casa tiene dos partes muy diferenciadas, con lo que hay bastante independencia. Incluso Iván tiene allí su estudio, donde ensaya, algunas veces acompañado de Margot. “Ellos se lo pasan súper bien. No es lo mismo cuando estoy yo, que soy su madre, que cuando están ellos dos y hacen el golfo, tocan la batería… Es más una relación de amigos. Los roles son distintos”. Aunque a veces este tema de los roles causa algún que otro tropiezo. “Si algún día Margot hace algo que no me parece bien y necesito ser contundente, puede que mi decisión de, por ejemplo, mantenerme seria y no contarle un cuento esa noche, se vaya al traste porque de pronto llega Iván, que no sabe nada de la bronca, y le lee un cuento”.
Ante la pregunta de si se está normalizando el compartir piso siendo madre, Marta opina que es algo que se va extendiendo, pero que es reciente. “Recuerdo cuando, años antes de que naciera Margot, le comenté a un colega que me atraía la vida de ser madre soltera y vivir como en aquel momento, compartiendo piso. Me dijo que si estaba loca, que quién iba a querer compartir piso conmigo y con un niño”.
Beatriz, Bruno, Paula, Ariel, Daniela y Lola
Beatriz y su hijo Bruno comparten casa cerca de Torrelodones con Paula, su madre, Lola, y sus hijos Ariel y Daniela, desde hace tres años. Beatriz es administrativa de una empresa de viajes y Paula es diseñadora gráfica. Ariel y Bruno van al instituto, y Daniela al colegio. Lola está jubilada.
Beatriz y Paula se conocieron porque sus hijos iban juntos al colegio desde que tenían tres años. Beatriz explica que “en aquel entonces vivía con Bruno en un piso, y Paula con su madre y sus hijos en un semisótano que no les gustaba demasiado, así que nos planteamos esta posibilidad. Primero, por compañía, por ayudarnos mutuamente y porque nos caíamos muy bien”. La apuesta de hogar de esta multifamilia fue un auténtico salto de fe que salió bien, hasta el punto de decidir seguir viviendo juntos tras una mudanza forzosa. Según Paula, “desde el principio fue algo de lo más natural. Bruno y Ariel eran muy amigos, y estaba claro que las condiciones de la casa iban a mejorar si nos íbamos todos juntos. Tenemos siete habitaciones, jardín y piscina”.
Al tener una casa tan grande, la independencia entre los dos núcleos familiares que conforman el hogar es mayor. Cada núcleo tiene una parte separada, así que, a pesar de ser tantos, no llegan a agobiarse, como les pregunta la gente a menudo. “Lo cierto es que, con este modelo de hogar, hemos salido ganando todos. Hay apoyo mutuo, nos ocupamos todos de todos… Y es fantástico compartir ciertas cosas, como tomar el aperitivo en el jardín los domingos todos juntos, jugando con los perros. Somos una especie de matriarcado que funciona a las mil maravillas”.